"Hombre solo" de Jesús Gardea: dorada esperanza, blanca soledad

- Burbujas literarias -

La eterna expectativa del hombre solo

Cuando el hombre se siente solo, atrapado en la expectativa de algo que nunca llega, la luz de su esperanza lo hiere con brillo cegador. En el cuento “Hombre solo” del escritor mexicano Jesús Gardea, nos enfrentamos al tema de la soledad y la esperanza a través de la vida rutinaria de un personaje solitario, inmerso en un clima de calor agobiante. En esta brillante narración el clímax se alcanza a través de la no-acción y sentimos lo devastadora que es la soledad y lo dolorosos que son los sueños como espejismos que lastiman.
El único personaje del cuento es un hombre llamado Juan Zamudio, quien ve pasar el tiempo en un eterno letargo que se refleja en su ambiente desértico de pereza y lentitud: “desde temprano ha estado soplando, flojo, el viento”, un viento que sufre el mismo desgane y apatía que el protagonista de la historia, quien dice saberse de memoria el verano, porque su vida es una sucesión de hechos monótonos. Sólo le quedan sus voces internas, a quienes trata en balde de descifrar. ¿Son alucinaciones producidas por su soledad absoluta? ¿O son algo más, algo que tenemos todos los seres humanos?
Cuando se sufre de soledad, la evidencia de este mal surge en la manera torpe y fría que tiene el que la padece de relacionarse con los demás. Zamudio se dedica a vender palomitas de lámina en la plaza, pero siempre evita mirar a los ojos a sus clientes, temeroso de perderlos, y aunque eso le ha creado fama de perverso, nadie le teme pues se halla a la vista de todos en pleno sol.
El sol, la luz, el color dorado; motivos recurrentes del cuento. Se insiste en el rubio de sus cabellos, el rubio de su vello púbico y el de ese “grueso chorro que parece de oro” que orina desnudo en su patio. Zamudio imagina que el ruido que causa al orinar debe de oírse hasta en los cielos. Y sin embargo, por más desnudo y ruidoso que sea, ¿quién está ahí para verlo u oírlo? Cuando él no se explica el color amarillento del chorro, pensamos en los limones que añade al agua que bebe. El amarillo contrasta con el agua transparente; el hombre solo es todo rubio y dorado, lleno de luz, de esperanzas y ansias que lo consumen. Pero su soledad es blanca, como el polvo con el que inicia el cuento - “En las calles, pequeños remolinos de polvo se persiguen” - y que reaparece tanto en su vida, cuando camina bajo el intenso sol, “el polvo blanco” que siente que le hace daño pues ya “ha visto la obra del polvo, empujado por el viento”.
El blanco aparece también en su sudor - “Lo que suda es de color blanco, como agua de cal” -, en sus huesos, las costillas en las que continuamente se pasa las manos, porque es un hombre flaco, “un enamorado de su esqueleto”, imagen devastadora que nos hace pensar en hambre y desnutrición, en sed insaciable de infinito, en cansancio, porque el gesto de pasarse la mano por las costillas revela su inmensa fatiga, así como su fastidio es revelado por las moscas que no dejan de revolotear, zumbar y picarlo en las noches.

En medio del calor insoportable, el hombre solo siempre tiene “la esperanza de refrescarse”. El calor hace casi arder a los árboles, su más grande preocupación. Ellos son vida, juventud y frescura; la única vegetación en medio del desierto de su vida. Por ello refrescarlos es tan importante, para evitar que ardan, como arde en el hombre un deseo no consumado que sus voces le exigen refrescar. Se nos dice que los árboles arderán como antorchas. Con esta imagen pensamos de nuevo en la luz dañina. Cuando Zamudio va caminando con un balde de agua, “el agua que lleva del lado del sol, en el balde, le hiere, intermitentemente, los ojos con su reflejo.” El sol dador de vida resulta entonces doloroso, pues su calor es asfixiante y su luz cegadora. Y de nuevo lo rubio de Zamudio: “los pelos rubios de su cabeza, con los rayos del sol, se aclaran como las palabras en el reposo” ¿Por qué palabras en reposo? ¿Serán las palabras de sus voces internas, que no pueden expresarse porque nadie las escucha?
La luz también consume los días; Zamudio arranca las hojas de los calendarios con placer, porque sabe que el tiempo pasa, y que está cada vez más cerca - ¿cerca de qué? – y cuando hace una bola de papel con la hoja del calendario y la avienta al patio “la bola de papel se hunde en la luz como una piedra en el agua de un estanque.” Las palomitas de lámina que vende también brillan con una luz cegadora: “de lejos refulgen como la plata, como luminarias”. Todo quema y refulge alrededor de él, pero sus ojos son grises y desolados, por lo que “pocos los pueden ver sin que sientan desértico el mundo”. Será por ello que el hombre solo evita las miradas, piensa que perderá a la gente porque su mirada desértica es devastadora.
Cuando camina en una calle solitaria, la calle es como su vida misma, y al echar por fin el agua en la fosa de un árbol, se nos revela de nuevo la presencia del polvo - “el polvo se traga al polvo como si nada”. En ese momento el viento y los huesos también se manifiestan: “el ruido de cascabeles del viento crece y le resuena a Zamudio en la caja de las costillas”. Y de pronto, aparece una figura, que se aproxima despacio, y Zamudio sonríe como cuando arranca una hoja al calendario… ¿Por fin se encontrará con quien tanto espera? No. Al final del cuento, Zamudio sigue inmóvil, en el mismo calor sofocante, con las mismas moscas fastidiosas. Ha caído la tarde y con ella por fin se han ido el viento y el polvo. Se nos dice que mantiene a raya la desesperanza. Que aún tiene la noche - ¿para esperar más? ¿a la muerte quizás? Pero ya hemos visto lo que sucede en sus esperas nocturnas; se acuesta boca arriba y oye a sus voces anunciarse como la lluvia –acaso voces de esperanza, porque la lluvia es lo que necesita para refrescar su desierto. Pero después de la noche la expectativa queda sin cumplirse: “Viniendo el alba, medio ardido, humeante, se arrepentirá – como siempre – de haberse tendido a esperar”.
¿Y qué tanto espera el hombre solo sino espejismos? Las luces cegadoras de su desierto personal son espejismos cuyos reflejos lastiman; sueños que duelen. El hombre solo continúa siempre esperando esa sombra que un día se acercará a él; será la compañía anhelada que lo protegerá del calor agobiante, el agua que lo refrescará para dejar de arder su deseo y de secarse su vida. En un desierto de soledad no queda más que esperar, sin dejar que venza la desesperanza, porque “los años le han enseñado que en el mundo existen cosas que llegan a su destino sólo dando mucho rodeo”. Conviene entonces seguir esperando esa sombra misteriosa. Por ello la noche es un consuelo para el hombre solo, porque lo apacigua y lo aleja del ardiente día, y quizá también porque en la noche se puede descansar, y se puede soñar con un mejor día para continuar en la expectativa…


Jesús Gardea, “Hombre solo”en Los viernes de Lautaro, Siglo XXI Editores, 1979.

  1. Ferdinandus 

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